Bienvenidos al tren

Bienvenidos al tren!
Sí, es posible que más de una vez descarrile. También puede hacer paradas en pueblos hostiles y estoy en condiciones de asegurar que va a transitar por parajes inhóspitos. Por momentos es más lento que el Gran Capitán y se viaja peor que en el Sarmiento. Aún así sean bienvenidas aquellas almas que quieran someterse al trajín de desempolvar recuerdos, construir anécdotas y volverse cada día un poquito más locas. Estos son mis vagones, fotos instantáneas de momentos irrepetibles. Fragmentos de un presente escurridizo que nunca se deja atrapar, porque este instante ya pasó.

sábado, 19 de septiembre de 2009

tercer andén

Piernas. Otro día más en el tumulto de piernas y el olor a fritanga. Desayuna las sobras de la cena de ayer que horas más tarde también deberán servirle de almuerzo. Mariana sabe lo que es la escuela aunque nunca conoció una por dentro, salvo aquel día del incidente en que debió escapar a toda velocidad y saltar la reja que separaba la calle del patio de la primaria Ricardo Gutiérrez, o la once como le dicen en el barrio. Sin saber por qué hoy le viene a la memoria ese desfile de guardapolvos blancos y la “seño” que rápidamente se encargó de ponerla de patitas en la vereda. Intuye que como aquel, éste será un día de grandes emociones, e intuye bien, al fin y al cabo no todos los días uno tiene su primer día de trabajo. “Ya estás grandecita y podés ir a los subtes mientras laburo en la cantina, por allá pasa mucha gente y seguro hacemos más plata. Prometo que esto es algo del momento. Es hasta que las cosas me empiecen a ir mejor”, fueron esas las palabras que le abrían hoy a Mariana con sus 7 años, la puerta a un mundo nuevo. Era difícil para alguien como Mariana asombrarse. La vida de la calle le había mostrado mucho, pero siempre cargó con esa curiosidad de conocer adónde iban esas piernas cuando desaparecían bajo esos carteles luminosos de colores. Iría con Alixson, la hija de José, que acostumbraba salir por los subtes mientras su mamá Herminda cuidaba de los bebés.

“Un cortado, linda. Cada día más perra te ponés vos, eh.” Así empieza la mañana en la cantina de Giuseppe un viejo italiano hasta la médula, que si de castellano habla poco, a pesar de haber vivido la mitad de su vida en Argentina, de italiano habla menos. Giuseppe tiene el idioma universal de los gestitos, el puño cerrado en señal de desaprobación, las cejas fruncidas ante cualquier problema con los clientes y la mano derecha alzada con la que todas las noches la manda a llamar a Cecilia, que ya conoce muy bien todos y cada uno de estos gestos. Cecilia empieza el día sirviendo, y se pasa todas las horas de la misma forma: sirviendo. Mientras le alcanza el cortado a Gómez, el policía encargado de custodiar la esquina de Lima y Garay piensa en cómo les estaría yendo en el subte, repasa cada instrucción que les dejó y más triste que orgullosa descarga su bronca sobre el delantal blanco desgastado por los años. Ella quería creer en cada palabra que escuchó anoche pero es difícil proyectar a futuro cuando se vive en la parte de atrás de una cantina, hacinada en una habitación compartida con el cocinero José y su familia compuesta por su mujer y tres hijos. Por las noches el chirrido de la madera apolillada y la aparición de alguna que otra cucaracha le hacían cada vez más arduo conciliar el sueño.

“Tercer operativo en la semana, pero carajo ¿somos los únicos tres pelotudos que laburan en toda la seccional?” Se pregunta Julio Cáceres mientras sorbe a las apuradas un café helado. Todo sea para salir de esa pensión y poder mandarle a fin de mes esos manguitos a la vieja que tanto los necesita. “La Chola” sigue viviendo en San Andrés de Giles, donde Cáceres nació y se crío hasta que tuvo que salir a laburar cuando el viejo, Don Chicho, pasó a mejor vida. Entonces vino la ciudad de Buenos Aires, la federal y hoy 15 de abril de 2003 el tercer operativo. A los 22 años Cáceres se conforma con poco, quiere llegar a fin de mes, mandarle plata a la vieja y recuperar al amor de su vida. “Cómo me dio vuelta la cabeza esa mina, y pensar que la vuelvo a encontrar más de cinco años después, acá. Un flash.” Así les cuenta en el patrullero a Gutiérrez y Ramírez su historia con “la Peti”. De chicos correteándose por el pueblo y a los trece ya estaban de novios, de un lado para otro. Justo en ese tiempo la vieja de “la Peti” se murió, se agarró la papa y en tres meses se murió, y al viejo se le dio por la bebida. Nunca pudo sacarse de la mente esas tardes en que ella escapaba llorando toda marcada, y sin dejar de llorar le contaba todo. Así pasaron dos años y “la Peti” le dijo que se iba a Buenos Aires, que así no se podía más. “Veníte conmigo negro, ¿dale? Te espero esta noche en la estación. A las diez, en el tercer anden. Te amo.” Y así terminaba la carta. Prendido a ese recuerdo venía la cara de “la Chola”, los gritos, el dedo alzado y el “vos de acá no te vas nada”. La carta a la basura y chau, nunca más Peti, nunca más nada. Pero el destino le estaba tirando un pase de gol y hoy por fin podría a las diez de la noche, responder a ese encuentro trunco, esos sueños que quedaron en la estación de Giles y que hoy, como por obra y gracia divina, hacían escala en los andenes de Constitución.

Mariana y Alixson apuran el paso. “Dale nena, que te quedás adentro, y mirá que acá no está tu mamita para venir a buscarte, ¿me escuchaste? Así que seguíme. ¡Cuánta sopa te falta, eh!” Y Mariana corre presa del miedo. Lo que por la mañana parecía el principio de una aventura ya entrada la tarde se volvía insoportable. Encima tener que bancarse a Ali, que no es mala piba, pero cuando se trataba del laburo está tan acostumbrada a hacerlo sola que no sabe cuidar de nadie. Es obvio que de las dos, Mariana es la más malcriada, si es que se puede malcriar a un chico sin comprarle más de un juguete ni llenarlo de ropa, muñecas y golosinas. La vida para ella no era la vida de los señores que prendidos a su celular, ni le dirigían la mirada mientras malabareaba sus pelotitas de esperanza.

“Esta noche a la diez”. Tiembla su cuerpo de solo pensarlo. Ya había pasado por esto una vez y las cosas no habían salido exactamente acorde a lo planeado. Llegó a Buenos Aires sola, la panza empezó a crecer y después de unos meses llegó Marianita. Se convenció de que “mejor así”, y que “las cosas pasan por algo” como le decían por aquellos años sus compañeras de esquina; pero después de reencontrarse con Julio, pasados siete años, se dio cuenta de que cada pensamiento que le dedicó no fue en vano. Y ahora Julio la llevaría a vivir con él a la pensión, y adiós a Giuseppe y adiós al olor a frito y adiós a los años de calle. Hoy no es un día como cualquier otro, por más de que se empeñe en simular lo contrario. Cómo no tener esperanza, cómo no confiar en esa sonrisa franca y abierta que caracteriza a Julio. Sí, Cecilia se ilusiona, a pesar de haber mandado a Mariana a trabajar en el subte, a pesar de esos siete años y sus huellas. Esa noche le diría todo a Julio, que tiene una hija, que lo sigue amando y que en todo ese tiempo pasado ella supo que él vendría por ella.

Entrada la noche Julio no da más. Último recorrido en patrulla, por fin. Ya Gutiérrez y Ramírez se tomaron el palo y le queda el último trayecto hasta la seccional. “Son ocho y media. Tengo una hora y media para dejar el patrullero y pasarla a ver a ‘la Peti’. Creo que llego”.

El 15 de abril de 2003 fue una noche como cualquier otra. Hubo robos, tiroteo, mataron a un policía y según el noticiero de alguna radio, el trabajo infantil se mantiene en un sólido 7,2%.

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